El adversario desaparecía en la arena
y gravitaba oscuros asteroides en la palma de su mano
como se del destino se tratara
flotando en una copa llena de whisky.
Ante esto,
Adrian veía el horizonte girar sin control,
una pira humana que se expandía en sus pensamientos más recónditos.
Construyó un laboratorio tremebundo,
un imperio epidérmico
donde fraguar epidemias de organismos textuales
por descomposición elíptica,
artificios psicóticos de un verbo trans-apocalíptico.
Aun así,
imágenes del adversario,
en grises pompas de jabón,
llegaban en ciclones de coral,
con un ejército de lirios refractarios.
La maquinaria del laboratorio comenzó a colapsar
en nerviosas gotas platinadas, infinitas espadas cortadas.
Escarabajos dibujaban con crayones
soledad tribal en cada cable.
Adrian intentó una armadura de prismas vírgenes
que develara relámpagos de terciopelo asincopado,
esmeralda.
Pero el adversario tronaba,
de ecos alterados quimicamente,
los ojos en otro cielo.
Se acercaba.
Adrian, desesperado,
pulsó la tecla de la última computadora en funcionamiento.
Esta imprimió solo una frase:
Dios es un número paranoide.